lunes, 19 de mayo de 2008

Amapolas en la nieve – Capítulo 1

Corrí y corrí, a toda velocidad entre la gente. Corrí tan rápido como nunca había corrido. Se puede decir que huí, al menos eso creo ahora, aunque en el momento no pensaba en nada, sólo en correr y correr sin destino alguno. En más de una ocasión estuve a punto de chocarme con los transeúntes pues era una calle muy concurrida, por lo que decidí meterme en alguna callejuela estrecha de ese antiguo barrio de la ciudad y perderme en la soledad. En cualquier lugar, siempre que estuviera lo más alejado del Parque del Ateneo.

Las desérticas calles del barrio gótico parecían un intrincado laberinto sin fin, sólo creadas para que la gente se perdiera por ellas y jamás pudiera salir. Pero eso no me importaba, pues yo quería ser una de esas personas condenadas a vagar eternamente por ellas. A veces subían, a veces bajaban; a veces simplemente se apretujaban y otras se ensanchaban en secretas plazoletas adornadas con inexpresivas estatuas. Cualquier lugar, cualquier lugar dónde ir era bueno, nada importaba salvo correr.

Imagino que la gente me miraba al pasar, supongo que llamaría la atención en mi precipitada carrera. Pero nadie dijo nada ni nadie intentó detenerme, aunque si lo hubieran intentado tampoco creo que lo hubieran conseguido. Sin embargo, mi frenética carrera iba tocando a su fin, y es que mi cuerpo tenía un límite el cuál estaba alcanzando. De pronto me detuve en un callejón pobremente iluminado que rezaba “Callejón de la Fortuna”, y mis pulmones, resentidos, intentaron recuperar todo el oxígeno perdido.

Mi mente seguía en blanco. Al igual que durante el trayecto, me concentré en la respiración, en su sonido y en los vaivenes de mi pecho y mi abdomen. Aunque tuviera los ojos abiertos no veía nada, era como estar en una nube. Mis músculos comenzaron a resentirse y empezó a dolerme todo el cuerpo. Sé que alguien se me acercó y me dijo algo, pero lo despaché con un gesto de la mano y un balbuceo que ni yo mismo entendí.

Evité pensar en ello, ni quería ni podía afrontarlo, así que me concentré en intentar orientarme y reconocer algo a mí alrededor. Puesto que ningún recuerdo venía mi mente sobre aquel callejón, empecé a caminar lentamente y cabizbajo, aunque sin mirar atrás. Me interné en la oscuridad de la noche que amenazaba al crepúsculo, sin saber muy bien a dónde ir o qué hacer. Antes de que quisiera darme cuenta, había empezado a nevar y los copos caían lenta pero inexorablemente sobre mí.