sábado, 28 de junio de 2008

Atardecer

El sol se oculta, se desvanece entre las montañas. Su luz se torna anaranjada. Lentamente emite sus rayos crepusculares que intentan atravesar las pequeñas nubes, casi insustanciales, etéreas, iluminándolas y tiñéndolas del color del atardecer. Un grupo de aves pasa delante del astro rey contrastando con su tenue luz anaranjada y haciéndolas parecer del color de la más oscura noche. Sus débiles cánticos anuncian su retirada para que llegue la oscuridad, para que llegue la noche.

Una dulce brisa trae el aroma de lavanda y de hierba verde y fresca. Pero en realidad esas esencias están atenuadas, como detenidas, como si el final del día las hiciera más débiles, como si la luz del crepúsculo les robara la intensidad, como si rindieran un silencioso respeto por el día que ahora muere.

Todo parece detenerse ante este inmenso tributo de la naturaleza al sol, aquel que cada mañana les da la vida y que muere para dejar paso a las tinieblas con las que la naturaleza deberá luchar incansablemente hasta poder resucitar a su dios. En su funeral, en cada atardecer, se arrodillan ante él bajan la cabeza ofreciendo sus humildes servicios hasta que su bendita luz vuelva.

El viento se detiene. Las hojas de los árboles dejan de susurrar sus cánticos velados y secretos para unirse al silencioso homenaje. Las aves detienen su vuelo y esperan a que todo pase. Mientras tanto, el sol les da las gracias con su anaranjada luz, la última antes de la muerte, ocultándose entre las sombrías montañas a las que una vez les dio la vida.

Dedicado a los que todavía adoran al Sol, la Luna y las Estrellas.