domingo, 7 de septiembre de 2008

Amapolas en la nieve - Capítulo 4

La preocupación atenazaba mi corazón. La nieve caía imperiosamente desde hacía algunas horas y tuve el extraño presentimiento de que él seguía ahí fuera, como yo lo estaba entre las amapolas. Entonces fui consciente de que hay momentos en que realmente no hay que pensar y que aquel era uno de ellos. Él ahora me necesitaba en algún perdido rincón de la ciudad. Fugazmente, pasó por mi cabeza el pensamiento de que el instante que había vivido aquella tarde también debía ser de aquellos en los que la acción se debe adelantar a la mente.

Desentumecí mis agarrotados músculos e inicié la búsqueda de mi querido amigo con una extraña desesperación en el pecho. Tal vez no anduve ni una hora entre las calles del barrio gótico, dejando bien atrás el Parque del Ateneo, pero para mí fue interminable. De alguna forma, sabía que él estaba por allí en algún lugar y por mucho que miraba guarecidos portales, oscuros recodos o pequeños escondrijos, no era capaz de hallarle. Sin embargo, el destino, o tal vez sólo la perseverancia, quiso que nuestros caminos volvieran a cruzarse.

Le vi arrebujado en un rincón, cuál ovillo de lana, mientras la nieve parecía arremolinarse a su alrededor, posándose en sus cabellos y sus extremidades. No podía verle el rostro pues se encontraba hundido entre los brazos pero por alguna extraña sensación, supe que estaba llorando. Mientras me acercaba a él con paso decidido, me quité mi chaqueta y se la pasé por los hombros. Me senté a su lado sin decir una sola palabra y le abracé para ayudarle a entrar en calor, pues tal y como imaginaba el roce de su piel me confirmó que estaba helado.

Al sentir mi presencia, alzó su cabeza para encontrarse con mi mirada, la cuál creo que vacilaba entre el cariño y la preocupación. Pude ver los surcos que las lágrimas habían dejado en su cara y el enrojecimiento de sus ojos. El dolor y la vergüenza hicieron que me apartara de él, pues lo último que yo hubiera deseado era hacerle llorar. Sentía que debía disculparme, dar mil excusas y alejarme de su vida para siempre, pero por el contrario, la cobardía, el miedo y el profundo deseo de seguir abrazándole me retuvieron allí en silencio.

En aquel momento, sus fríos dedos buscaron mi mejilla para encararme con él mientras su otra mano buscaba la mía y cuando quedé indefenso ante su triste mirada, sus labios se unieron a los míos una vez más, con una intensidad tal que me resulta imposible poder expresarla con palabras. Por unos momentos, la calle oscura y la nieve que caía desaparecieron de mi mundo y en él sólo estábamos nosotros y aquella intimidad que compartíamos. Terminó sin que fuera capaz de ser consciente de ello, y lo siguiente que recuerdo es su tierna voz susurrándome al oído un tímido te quiero.

Dedicado a los que la vida les ha guiñado un ojo.