viernes, 20 de marzo de 2009

La acacia

Poco a poco fui surgiendo de las mareas del sueño, conforme los brillantes rayos del sol se colaban a raudales por los amplios ventanales de mi cuarto. Me revolví entre las sábanas blancas remoloneando, desperezándome lentamente mientras mis ojos hacían lo posible por acostumbrarse a la penetrante claridad. Sonreí para mi mismo cuando por fin me levanté y me asomé para echar una ojeada al exterior: aquella era una preciosa mañana de domingo.

Desde mi cuarto podía ver la blanca arena de la playa y el reflejo acristalado del sol en el mar. A pesar de que la mañana ya estaba bastante avanzada, no se veía a nadie en las cercanías, sólo se oía el rítmico sonido del balanceo de las olas en su pausado mecer. Cuando abrí el ventanal la brisa cargada de salitre inundó mis fosas nasales infundiéndome la gran frescura de un nuevo día lleno de luz. Así que, sin esperar por más tiempo, me puse manos a la obra.

En poco más de media hora estaba listo para salir de casa habiendo dejado todo recogido y listo para pasar el día fuera. Así pues, tras cerrar la puerta me dispuse a caminar con mis pies desnudos y zapatillas en mano por la orilla de aquella conocida playa. Me deleité con el refrescante ir y venir de las olas entre mis dedos, con el sonido de las mismas rompiendo suavemente, con la textura granulosa y húmeda de la arena, con los brillantes rayos del sol acariciándome el rostro y con la salada brisa en su tenue devenir.

Caminé y caminé sin tener constancia del tiempo, como siempre solía hacer, hasta que mis pies notaron que la arena iba finalizando para pasar a la piedra y la tierra. Al parecer, ya me acercaba a mi destino. Tras calzarme de nuevo, emprendí el ascenso por aquel pequeño camino poblado de hierba verde, que llevaba al borde del acantilado, donde las olas ya rompían con fuerza en la roca desnuda a una altura imponente. Allí me esperaba el conocido árbol al que me dirigía, una joven acacia de apenas dos metros de altura cuyas flores amarillas se vislumbraban en la lejanía.

A pesar del esfuerzo de la subida, mi corazón y mi respiración estaban serenos cuando llegué a lo pies de aquel árbol que tantos recuerdos me traía. Aquellas florecillas cubrían la fresca hierba semi-iluminada a partir de la luz que entraba por entre las ramas de la acacia. De pie junto al fuerte tronco, acaricié con los dedos la corteza y sonreí tiernamente mientras susurraba un saludo para el difunto que allí yacía. Yo mismo había plantado allí aquella acacia hacia algunos años, entre las cenizas de aquella persona querida. Ahora la veía alta y orgullosa desafiar al mar como hiciera antes, en otra vida.

Hacia tiempo que su marcha había dejado de ser oscura; ahora era brillante como aquel sol de primavera. Decir adiós no había sido fácil; nunca lo es. Y aunque el tiempo había pasado, el sentimiento persistía, por aquello que había sucedido y que yo sabía que nunca volvería. Pero sonreí, sonreí tal y como dijo que debía afrontar su inexorable viaje. Y es que, de un modo u otro, seguía junto a mí.

Dedicado a las personas que deben marcharse para no volver.