Violín

La melodía surgía como un límpido rayo de luz que se extendía por todo el edificio. Sus notas se sucedían una tras otra en una cadena infinita que parecía querer alcanzar las brillantes estrellas de la medianoche. El inmenso auditorio estaba vacío, sólo ocupado por una figura en medio del imponente escenario. En la oscuridad dejaba las notas surgir de su violín como por encanto, inundando el vacío auditorio de su magnífica melodía. Sus ojos estaban cerrados, concentrados en la música, en los movimientos del arco y en las cuerdas del violín, como si proviniera de otro mundo, de un mundo mágico.

Creyéndose sólo, dejaba volar su imaginación y tocaba lo que su corazón le dictaba, guiado por una arrebatadora pasión y aquel irrefrenable deseo de volar y alcanzar el cielo con las cuerdas de su maravilloso violín. Pero él no estaba sólo. Como cada noche, alguien estaba allí también, disfrutando de esa excelsa música, cautivado por su fulgor y el amor de cada una de esas notas. Le hacía sentir un torrente de sensaciones que le hacían llorar y reír al mismo tiempo, su corazón saltaba de pura alegría y moría torturado simultáneamente.

Escondido en aquella esquina del auditorio le veía tocar de esa forma tan mágica, tan divina. Admiraba la fuerza de sus movimientos transformada en esa cadena interminable de notas y la sentía dentro de sí mismo pues le llegaba a través de la sinfonía. Y lloraba. Y reía. No podía evitarlo. Esa música parecía narrar su nacimiento y su muerte. Él era el dueño de su destino.

Mientras sonaban las últimas notas y sentía que su vida terminaba de nuevo, deseaba que algún día la melodía fuera suya, fuera para él. Y el violinista, con la última nota, se le escapó una tenue lágrima, pues no tenía a nadie a quien regalar su violín.

Dedicado a los que sienten la música y viven del amor.